18.10.05

La pieza que sobra (Cuentito nada europeo)

I

A los siete ya era un chico tímido. Sensible. Feo.

Luego de las visitas, los matrimonios amigos, mientras arrancaba el auto sostenían diálogos como este:

- Pobre… es medio feíto ¿nocierto?
- ¿Ese? cuando crezca si no se la come lleva los cubiertos en el bolsillo.
- Por ahí se hace escritor o algo así… ¿cómo dice tu hermana que es psicóloga? ¿Sublima?
- Mi hermana es más trola que las gallinas.
- ¿Trola? ¿es media rara ?
- Y… media fiestera es. ¡Si es psicóloga! Toda esa gente rara siempre anda torcida, mirá…

Y el auto se alejaba en la noche con su historias, mientras él se quedaba con la suya en su cuarto lleno de fantasías, de sueños, de imaginación…

- ¿Vos sos trolo, no?

Su hermano mayor. No lo apoyaba mucho. Trató de enseñarle a masturbarse, a escupir y de instruirlo en las grandes verdades del sexo opuesto.

- Las minas son vírgenes o putas conchudas ¿mentendés?
- …
- Una mina es virgen hasta que un día se la ponen y le empieza a salir sangre de la concha, ¿mentendés? Y ahí ya es puta y conchuda para siempre. Puta y conchuda.
- …
- ¿Mentendés o no, mamerto?

Como no parecía demostrar interés el hermano sacó la conclusión evidente: era trolo. Por si hacía falta, a instancias de la madre, le había tocado un nombre atroz:

- ¡Arturo, vení para acá que no me comiste nada!
- Dale Artu, ¡sonreí para la fotoooo!
- ¡Arturo!, ¡e-so-no-se-to-ca!

El padre se resignó, un poco porque no le importaba demasiado y otro poco porque no le importaba nada. En su resignación, su hijo era algo asociado a las cuotas de la cooperadora, las cuotas de la cooperadora algo asociado a su trabajo, su trabajo era algo asociado a su familia y su familia algo asociado a su hijo.

Su padre se hubiera asombrado de haberse tomado un segundo para examinar cualquiera de las partes que componían el rompecabezas de su existencia. Asociarlas entre sí era una buena forma de no pensar en ninguna en particular. Partes que aisladas no tenían mucho sentido, pero que reunidas en un todo... no tenían absolutamente ninguno.

Arturo no contestaba casi más que sí o no. Tardaba en obedecer, pero obedecía. En la mente de su padre se grababan lentamente tres palabras que jamás pronunciaba: tarado pero tranquilo.

- ¡Arturo! ¡Arturo !
- …
- ¡Sorete duro!

Su hermano de nuevo. Años de ese chiste hicieron que al entrar a la primaria ya estuviera resignado al chiste rimado. Pero en cambio aprendió – su hermano no lo había puesto al tanto por razones evidentes – la variante con su apellido:

- ¡Mancuso, Mancuso!
- ...
- ¿Quién te la puso ?

Abrumado, dejó de darse vuelta cuando lo llamaban. El loquito Arturo no tardó en hacerse (im)popular.

Un domingo por la tarde el padre y el hermano mayor habían ido a la cancha. Hacía mucho calor. La madre se paseaba descalza por la cocina. Encendió un cigarrillo y enseguida advirtió la mirada de su hijo fija en sus pies. Casi antes de mirar hacia abajo empezó a comprender: no se había puesto la bombacha y unas gotas de sangre sobre su empeine y los mosaicos delataban su descuido que se escurría indiferente hacia el piso. Arturo miraba mudo y rígido.

La madre se sintió confundida, molesta, enojada. Su enojo no tuvo tiempo de volverse contra sí misma y su descuido. Sintió una profunda rabia por la mirada pazguata de su hijo, que debería haberse ido sin molestar. Por primera vez su sobreprotección cedió a la impaciencia y la impaciencia al estallido.

- ¡¿Pero me querés decir qué estás mirando, pedazo de pelotudo!?

La desesperación de la madre que se le iba encima ahuyentándolo y amenazándolo con sopapos desmañados mientras un hilo de sangre le corría por la pierna izquierda.

- ¡Andate! ¡Andate, querés!

Algo cambió entonces. Definitivamente.

II

El colegio quedaba en el conurbano bonaerense. Un día, ya en la segunda mitad del año, reventó un caño de una toma en el inodoro y las aguas servidas provocaron una mediana inundación. Después de un par de días sin clase, la vuelta al colegio tuvo el agregado de unos obreros en el baño, dando soldadura de remate a unos caños menores. Los obreros paraban al mediodía y volvían a la tarde.

Arturo los miró trabajar un par de veces, notando cierto descuido.

El Gordo Peralta era en realidad más alto que gordo. Era un ropero. Jodía a todo el mundo y se imponía más con amenazas que con golpes, ya que nadie era tan suicida como para animársele.

El Gordo Peralta no verdugueaba demasiado a Arturo. Arturo era demasiado nerd, demasiado larva como para tomarse la molestia. En el perfecto orden social piramidal de la escuela, Arturo ocupaba algo así como el sótano. O ni eso. Estaba fuera. Estudiando era mediocre, así que tampoco era del grupito de los garcas. Era un marginal en el más auténtico sentido de la palabra.

A Arturo lo jodían los más retardados, los chupamedias del Gordo, esos que nunca pueden verduguear a nadie y que al encontrarse con una víctima son siempre los más crueles.

Pero ese día el Gordo Peralta se olvidó de su posición. Por alguna razón necesitaba torturar a algún boludito y Arturo parecía ideal. En el recreo lo sadiqueó, lo verdugueó, lo sopapeó varias veces riéndose, le encantaba meterse a fondo:

- ¿Tu mamá es puta no? Decí que es puta, dale...
- ...
- Me dijeron que es puta... ¿no es puta? Dale...

Justo sonó el timbre, que ahogó el grito de Arturo. Inesperado. Loco.

- ¡¡Más puta será la tuya!!

El chillido de un conejo rabioso. Arturo jamás había gritado así. Al terminar de sonar el timbre el Gordo se le acercó despacio.

- ¿Qué dijistes?

El silencio. Un círculo de pibes mudos rodeaba al Gordo y a Arturo.

- ¿Qué dijistes?

La maestra andaba cerca, así que el Gordo masticó las palabras:

- Vas a morir, pelotudo, forro. Te voy a matar, puto de mierda.

Normalmente las peleas se arreglaban en el baño. Ciertas reglas de disimulo ante la autoridad lo exigían. Extrañamente Arturo se plantó:

- En la hora de dibujo.
- Vas a ver, te voy a hacer mierda, infeliz, con mi vieja no te metés. Moriste. - le disparó el Gordo medio riéndose y medio rechinando los dientes.

Al mediodía, los alumnos formaron fila en el patio, empezaba la hora de dibujo. Arturo se deslizó por un costado al atravesar un pasillo y se aseguró de llegar al baño tres minutos antes de que comenzara la clase.

En el aula, cinco minutos después el Gordo levantaba la mano.

- ¿Señorita, puedo ir al baño?

Confiado, el Gordo caminó por el pasillo. El único ruido era el rumor lejano en las aulas que reverberaba en ecos tenues.

Llegó a la puerta del baño. Iba a respirar.

No pudo.

Una bocanada infernal de aire hirviendo le envolvió la cara y la cabeza. Quiso gritar, pero imposible sin aire. Vio todo rojo en un instante sofocante y ardiente. Sintió un frío repentino, como si le hubieran puesto una máscara de hielo fundido que se adhiriera minuciosamente a su rostro. Sintió que no tenía más cara. Sintió negro. Sintió naranja. Sintió que caía y se desmayó brutalmente.

Arturo siguió. Continuó durante medio minuto con el soplete de acetileno apuntando directamente a la cara del Gordo. Un olor a carne y pelo chamuscados primero, unos chasquidos como de burbujas de algo espeso reventando en una superficie densa, y luego un olor a quemado, a carbonizado, algo ya mas parecido a la madera.

- ¡Pibe... Pibe! ¡¡Largá eso!!

Un obrero se acercaba corriendo, sus zapatos de suela dura hacían un ruido pesado sobre los mosaicos. Arturo sintió que se despertaba de un sueño. El obrero entendió rápido, pero no pudo reprimir la arcada violenta. Gritó. El colegio se transformó en pocos segundos en maestras y chicos corriendo y gritando. Un hormiguero, pero blanco. Arturo pensó en cuando pateaba un hormiguero: existe un segundo entre la patada y la salida precipitada de las hormigas. Ese segundo es el más interesante, cuando la catástrofe ya sucedió pero todavía nadie se dio cuenta de lo que realmente pasa. Eso es el Universo.

III

- Mire señora, vamos a tener que hacer un estudio de ambiente familiar para determinar las circunstancias...

Cuatro personas paradas en el comedor: la visitadora social razonable, el padre ausente, el hijo mudo, y la madre que no paraba con los alaridos.

- Pero si Arturo siempre fue... siempre fue...

Un boludo, pensaba el padre, pero más callado que nunca. Los temidos pedazos de su existencia habían estallado por fin. Ahora estaba obligado a mirarlos uno a uno. Especialmente a ese hijo suyo que se empeñaba - por fin se empeñaba en algo - en mostrarse delante suyo para que lo viera, para ser visto por el mundo como la pieza que sobra.

La visitadora social reiteró por enésima vez:

- Señora, le pido que sea consciente porque esto va a traer consecuencias. El otro chico está en coma, la familia va a hacer un juicio y es importante que...

- ¡¡Esta familia es normal!! ¡es normal! ¿no ve que es normal? ¿Qué quiere que haga yo? ¿Qué quiere?

Se volvio a Arturo anegada en llanto.

- ¿Por qué nos hiciste esto? Decile a la señora que te va a ayudar... decile... ¿por qué Artu? ¿Por qué?

La voz de Arturo resonó clarísima en el comedor:

- Porque sos una puta y una conchuda.

1 Comments:

Blogger Nathalie X said...

Jaja

en comentario burdo...

-porque me cagué de risa -digo.

Yo era medio Arturo de chica, aunque no en versión nerd, más bien en versión freki geek. Pero sí, hasta las groupies se burlaban de mí.

10:40 p.m.  

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