26.12.08

Molinetes (ejercicios de erotomarxismo)

El lugar es el frente de una planta industrial cerca de Barcelona. La entrada para autos no es muy amplia, hay una garita con un catalán verboso que como todos los ibéricos dice la misma frase unas quince veces y cuando agarra un tema no lo suelta hasta que no está agotado y moribundo.

Al costado de la garita hay unas vallas tubulares y unos molinetes, todo de acero inoxidable. Un español petiso y muy resuelto se acerca a la garita y conversa con el guarda. El peinado del petiso intenta una vaga trampa para ocultar la pelada, pero sin demasiado esmero. Lleva unos vaqueros y – cosa atroz pero frecuente entre los españoles – unos gastados zapatos de vestir. Se lo ve de buen ánimo. Charlan sobre cosas que no oigo, distraído como estoy esperando un taxi.

En eso estamos cuando se acerca una trabajadora de mantenimiento. Debe tener unos 35; alta, fuertona, con una cara redonda de muñeca brava, unos labios bien pintados y no muy discretos, el pelo teñido de rubio y peinado de peluquería con las laboriosas onditas que lo hacen volar al menor soplido. Nunca un uniforme celeste se pareció tanto a papel de regalo, envolviendo apretadamente una salud contra la que uno soñaría con estrellarse.

Viene con un paño en la mano blanca, cuidada pero nada lánguida: mejor que no te emboque. Mientras se pone a repasar los caños el petiso la mira, la saluda y enseguida ensaya algunas frases de doble sentido que aluden al eficaz vaivén de su tarea. Ella lo mira y uno se da cuenta enseguida de que si esta chica no es delegada sindical debería serlo. A ella no la vas a pasar; y no necesita ninguna de las baratijas morales que compra la pequeña burguesía. Ni la indignación femipléjica, ni la pose histérica, ni la gazmoñería, ni el exhibicionismo de garito; que al fin y al cabo valen todos más o menos lo mismo.

Ella no dice nada, pero sabe acusar recibo. Sin dejar de repasar el caño, sin avergonzarse ni provocar, solamente sosteniéndole de vez en cuando la mirada, con una seriedad que deja ver apenas en la comisura de la boca lo que podría ser un desafío juguetón. La compañera tiene clase, clase proletaria. Devuelve la pelota con elegancia y medida sin dejar ni un segundo de hacer su trabajo a conciencia ¿Por qué iba a detenerse o vacilar? Quizás es por eso que parece tan limpia.

El petiso también permanece a la altura, picante pero sin desbarrancar en la grosería salame. “Bueno, bueno… que lo hace muy bien ¿eh?”, e intenta subir la apuesta sin perder la línea. La compañera sabe que el petiso se juega, y le gusta. Ella juega también, pero para atender ese juego pone apenas lo justo: mira poco y casi ni sonríe, distrae medio segundo en un giro de cabeza y estira dos milímetros la comisura mientras no deja de hacer su trabajo. Hasta los detalles cuestionables (el peinado, el lápiz de labios, y otros préstamos de la sociedad de consumo) se vuelven encantadores.

Entre tarea y requiebros ha terminado de limpiar la valla y repasar todos los caños. Ahora se dirige a los molinetes, y como al parecer no tiene tarjeta para pasar tiene que sortearlos. Así que levanta ágil una pierna y describe un arco preciso que deja al petiso (y a mí, y seguramente al de la garita) suspendidos en una fracción de segundo deliciosa mientras la compañera nos mira muy serena, ya con un pie apoyado a cada lado del caño del molinete que sostiene con las manos. No puedo evitar la imagen de Gal Costa en un famoso cartel sosteniendo el micrófono de una manera francamente troublante. Por fin levanta la otra pierna para pasar; el movimiento es perfectamente natural y ajustado a la necesidad de sortear un prosaico molinete, pero lo acompaña con una mirada de amazona tan digna que parece haber montado y desmontado sobre Bucéfalo. Dan ganas de proponerle algo realmente perverso. Casamiento, por ejemplo.

El petiso exclama “Ooooohhhhhh!” con una “o” no tan redonda porque la verdad es que la boca se le va deshaciendo. La compañera lanza la última mirada, ya tras los molinetes, se da vuelta triunfante y comienza a irse. Seguramente ahora que no la vemos su sonrisa se ha hecho más franca, más amplia… Pero si se quiere ver esa sonrisa hay que ir a cazarla como a una mariposa gigante.

El taxi llega justo cuando sus caderas desaparecen tras la puerta. Me subo y miro como se aleja el escenario donde parece no haber pasado nada, pero siento que es en esa voluntad de placer donde se esconde el secreto de la resistencia.

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